La excepcional crisis del coronavirus abre las puertas a una nueva imaginación política. Es el momento de pasar de una política del miedo a una política del bienestar y el cuidado. Es el momento de pensar un nuevo paradigma desde el progresismo.
La voluntad humana reconquistará un papel significativo. Podremos reescribir las reglas y romper los automatismos. No podemos prever qué formas asumirá el conflicto, pero debemos comenzar a imaginarlo. Quien imagina primero gana. Bifo Berardi
Una curiosa expresión, tan inquietante como movilizadora, ha invadido el análisis de lo que está ocurriendo y de lo que podría ocurrir con la epidemia de coronavirus: «nueva normalidad». Esta expresión aparenta la forma del oxímoron: de un lado «normalidad» evoca repetitivas inercias, mientras que «nuevo» promete rupturas. En cualquier caso, la «nueva normalidad» contiene una pregunta: ¿cómo será el día después? La pregunta debería ser reformulada: no se trata de representarnos el «después», sino de preguntarnos por los sedimentos de lo que ya está ocurriendo. El «después» no se estima o anticipa como si se tratara de un desenlace deportivo o electoral: el «después» se parece más bien a una reinvención colectiva – no dirigida – que ya está en marcha.
Es en el «después», que ya estamos gestando, donde encontramos la incógnita pero también el combate. La post-pandemia no solo es una incógnita, es también un campo en disputa. La «nueva normalidad» es, sobre todo, un territorio en construcción. Porque «normalidad» no remite únicamente a lo normal como «lo frecuente», sino fundamentalmente a lo normalizado. La normalidad, tal como la concebimos y practicamos hasta hace dos meses, está hoy suspendida y, además, puesta en duda. Mientras tanto, se producen desplazamientos en la opinión pública, y en las creencias dominantes que subyacen en el quehacer político, que podrían estar configurando una nueva normalidad fundada en el cuestionamiento de las (a)normalidadespreexistentes.
Un primer aspecto de la discusión, o de la construcción, concierne a la temporalidad de lo que estamos viviendo, a la figura bajo la cual nos representamos este tiempo. ¿Se trata de un paréntesis excepcional y pasajero tras cuyo final se recreará la «normalidad preexistente? ¿O se trata en realidad de una metamorfosis más profunda y duradera? De forma más o menos honesta, las respuestas que se vienen dando en el debate público mezclan deseos, intereses e ideologías.
La narrativa neoliberal empieza a mostrar, preventivamente, sus dientes frente a los gobiernos empoderados, frente a estos Estados nacionales con renovada centralidad. Sus intervenciones traslucen, sin demasiado disimulo, un claro subtexto: «cuidado con confundir esta licencia con nueva normalidad». Se sugiere la idea de «atribuciones permitidas»; pero, ¿permitidas por quién, permitidas para qué? La derecha fue la primera en precipitar con claridad la naturaleza ideológica de la discusión: «Algunos gobiernos han identificado una oportunidad para arrogarse un poder desmedido. Han suspendido el Estado de derecho e, incluso, la democracia representativa y el sistema de justicia», sostenía el manifiesto de la Fundación Internacional para la Libertad firmado, entre otros, por Mario Vargas Llosa, Loris Zanatta, José Maria Aznar y Mauricio Macri. ¿Acaso estas inquietudes o advertencias son el síntoma de un nuevo reparto de poder? ¿Se está alterando la cadena alimenticia entre política y mercado, entre medios privados y Estado? No lo sabemos. Lo que sí está claro es lo que ya se está «experimentando». Nada esconde más que lo evidente: actualmente el funcionamiento «normal» de los mercados ha sido detenido y completamente intervenido por decisiones políticas. En efecto, la política se está alzando contra el posibilismo fiscal y monetarista que la tiene sometida desde la revolución neoconservadora surgida en tiempos de Reagan y Thatcher.
Los gobiernos están volcando inéditas cantidades de gasto público -«prohibidas» por la ortodoxia-, alzándose contra el posibilismo fiscal y ampliando (como pueden) sus desmanteladas o debilitadas redes de protección social. En este contexto, el decisionismo gubernamental es el fantasma que recorre los mercados del mundo. Lo más novedoso es que los gobiernos están implementando este «programa» con legitimidad y eficacia (en el sentido politológico de ambos términos).
¿La política se detuvo? ¿Estamos bajo la administración de la racionalidad sanitaria? De ningún modo. El confinamiento, con todas sus variaciones y originalidades nacionales, es esencialmente una decisión política y una política de estado. La política ha recuperado resortes de poder perdidos y viene ampliando su campo de acción e intervención. De nuevo las preguntas. Lo que cabe preguntarse es si, superada la emergencia, aceptará la política «devolver» esas «nuevas» atribuciones y regresar al «gobierno mínimo». Con una sociedad que demanda Estado, con Poderes Ejecutivos más afirmados sobre su propia autoridad, ¿qué incentivo podrían tener los líderes políticos para volver a resignar poder en manos de actores, sectores u organismos tan desprovistos de legitimidad y de «utilidad» pública?. Máxime, teniendo en cuenta la magnitud y complejidad de los desafíos reparatorios que asoman por delante.
Una segunda dimensión alude a los términos y al lenguaje del debate: ¿salud versuseconomía? ¿libertad versus seguridad? Al no disponer de antecedentes y de experiencias que sirvan como mapas, este atípico escenario se vuelve irrepresentable. Frente a ese vacío, las nuevas expresiones (nueva normalidad) y simplificaciones binarias (¿salud o economía?) ayudan a navegarlo.
El lenguaje del debate no desempeña una función puramente descriptiva, sino que está íntimamente vinculado con el aprendizaje político que podría incubar esta crisis. De acuerdo con una narrativa «posibilista», por ejemplo, llegó un virus peligroso y mortal, más adelante llegará la vacuna y, entonces, volveremos a la «normalidad» anterior. Final «feliz»: lo detenido se reseteará tal cual funcionaba. Sin embargo, la novedad más destacada de estos meses que detuvieron al mundo es el surgimiento de una narrativa más imaginativa, más audaz, por la cual esta excepcionalidad está alumbrando deficiencias de nuestras sociedades que habíamos «normalizado» y que ahora empezaremos a problematizar para revertir y reparar. Es decir, el lenguaje que usemos durante esta transición será también el lenguaje que estructurará la elaboración ideológica del trauma, aquel que irá jerarquizando las demandas y preocupaciones públicas de la próxima etapa. ¿Más Estado? ¿Más protección social? ¿Más control? ¿Menos de todo?
Es cierto que en las sociedades, en virtud de lo que Egar Morin llamaba el «festival de incertidumbres», se ha acentuado la sed de autoridad política pero también se ha generalizado una demanda de mayor protección pública. La primera podría dar pie a un orden político más autoritario, mientras que la segunda podría ser el origen de un orden social más justo. La política decidirá qué destino elige: las políticas del miedo o las políticas de la protección. El futuro incierto, luce abierto a dos destinos posibles: la «política de la supervivencia», como la define Marc Abeles, o la «política del bienestar».
Se advierte un riesgo, sin embargo, en el nexo performativo entre lenguaje y futuro: que la discusión quede «confinada» al lenguaje sanitario o al lenguaje de la tecnología. No necesitaremos solamente nuevas interfaces, ni tampoco resulta deseable avanzar hacia un mundo regido por la tecnocracia epidemiológica (de inevitable afinidad electiva con una atomización paranoica). Necesitaremos reinventar una nueva normalidad, fundada en una «nueva moralidad» solidaria y en un Estado legitimado para orientarse verdaderamente hacia la protección, la igualdad y el bienestar.
Para pensar lo que he llamado, tomando prestada una creación de Luis Alberto Quevedo, «nueva moralidad» pueden resultar inspiradores los planteos de Robert Putnam, descendiente teórico de Tocqueville, quien ha investigado las razones por las que la democracia y sus principales instituciones funcionan mejor en las sociedades dotadas de un mayor capital social, es decir, basadas en relaciones de confianza, normas de reciprocidad y redes de compromiso cívico. Sobre este punto, cabe interrogarnos sobre qué tipo de nueva moralidad se está forjando durante el encierro. Podríamos pensar, con un tono más distópico, que esta experiencia teñida de temores, profundizará procesos de atomización e individualismo paranoico, expandiendo lo que el mismo Putnam denominó el «familismo amoral»: cada cual cuidando su propio jardín. Por el contrario, podría suceder que estemos edificando una sociedad dotada de mayor capital social, surcada por nuevas horizontalidades, reciprocidades solidarias y tejidos colectivos mejor integrados. Lo mismo podríamos decir del impacto de las nuevas tecnologías, teniendo en cuenta que la digitalización avanzará aún más sobre esferas, hábitos y sectores que aún no habían sido transferidos al mundo digital.
La vida será más digital, lo real será más virtual; pero esa inevitable «evolución» no debería implicar necesariamente una fatalidad biopolítica, no debería significar la consolidación de las tecnologías de la vigilancia y de la personalización comercial. Esta vez, la pregunta involucra más a los ciudadanos que a los Estados: ¿Seremos capaces de habitar estos universos digitales para cultivar la solidaridad y el «estar juntos»? ¿Seremos capaces de desandar el proceso de la algoritmización del deseo consumista en el que estábamos insertos y avanzar hacia plataformas del compartir, regidas por el intercambio no transaccional de palabras, afectos y cosas? Tampoco lo sabemos: lo cierto es que toda la sociedad se encuentra enredada en un proceso de aprendizaje colectivo; todos estamos transitando al mismo tiempo un proceso de experimentación social, política, tecnológica e institucional. La experimentación despierta creatividades dormidas y reformula, como dijimos anteriormente, el borde que separa a lo normal de lo extraño, a lo excepcional de lo rutinario.
Como explica e ilustra Thomas Piketty en su reciente libro Capital e Ideología, toda desigualdad de propiedad, de rentas y de derechos está precedida, naturalizada y justificada por una «desigualdad ideológica». Nuestra vida contemporánea está regida por la ideología propietarista y meritocrática, que establece la frontera entre lo posible y lo imposible, entre lo justo y lo injusto. La pandemia está provocando efectos sísmicos y esas fronteras se están desplazando. Cuando lo normal deja de serlo, todo se cuestiona. Y cuando todo se cuestiona, todo se reinventa.