Por @juliapomares
Los seres humanos somos animales contadores de historias. Esa capacidad de narrar lo que ocurre a nuestro alrededor y a nosotros mismos es lo que nos diferencia del mundo animal. Lo sabe el teatro. La publicidad. Y, claro la política. Las historias que nos contamos nos dan identidad. También nos mueven a actuar. Sin narrativa, no hay acción colectiva. No vamos a la guerra. No pagamos impuestos. No nos levantamos todos los días para trabajar. Pero en el extremo opuesto, cuando la narrativa está muy disociada de la realidad, se convierte en relato. Se desvanece en el aire y nos quedamos pedaleando en el vacío. Es que detrás de una narrativa efectiva anida una estrategia que marca un horizonte concreto y alinea intereses de carne y hueso.
Argentina, como otras naciones, tiene narrativas potentes que la moldean. Entre las más arraigadas está aquella que nos define como una sociedad con un impulso igualitario de bienestar social, con una expectativa fuerte en el rol del Estado como ordenador de la vida en sociedad. Es el imaginario de la Argentina de una clase media fuerte, resultado de la movilidad social ascendente. Varios estudios de opinión pública confirman que Argentina es uno de los países del continente donde las personas más acuerdan con que el gobierno debe reducir la desigualdad y gastar más en ayudar a los más desventajados. También hay indicios de este imaginario de clase media en la visión distorsionada que tenemos hoy de nuestra propia ubicación en el escalafón socioeconómico. Todos creemos ser de clase media. Es una narrativa muy valiosa: esa pulsión igualitaria explica que hayamos sido pioneros en universalizar la educación y garantizar su gratuidad. Que hayamos desarrollado amplios sistemas de protección social y otorgado un rol prominente a la organización sindical del trabajo. También es posible rastrear allí otros avances en ampliar derechos, como los de identidad sexual.
Esta narrativa está hoy en jaque porque no somos una sociedad igualitaria si la mitad de los niños y niñas es pobre; si invertimos el 12% del PBI en el sistema previsional y la mitad de ese monto se destina a jubilaciones de privilegio o dobles beneficios. Si pasan los años y conviven brechas de desarrollo tan inmensas como las que separan a la Ciudad de Buenos Aires con La Banda. Y entonces llegó el coronavirus para decir: el Rey está desnudo. La distancia entre quienes pudieron mantenerse en pie y quienes están padeciendo día a día los impactos de la pandemia se volvió un abismo.
En un contexto de fuertes expectativas sobre el rol del Estado, con la pandemia también emergieron otras contradicciones de nuestra narrativa Estado-céntrica: ¿cómo es posible que conviva con el desdén que tenemos por las burocracias? Es llamativo que a pesar de esa confianza en el rol estatal, no le logremos dar un estatus de legitimidad y prestigio. Muy lejos en el tiempo quedó la apuesta pionera alfonsinista por un cuerpo de administradores gubernamentales. Hoy combinamos un gasto público consolidado de más del 40% del PBI con un cuerpo de directivos públicos nacionales que en el 99% de los casos fue designado de modo discrecional, sin estabilidad en el cargo y teniendo que exceptuar a más del 70% de los requisitos que el procedimiento establece. Y este modus operandiresulta en una pirámide salarial achatada y demandándoles a profesionales –muchos de ellos muy formados y con una experiencia de gestión invalorable- que pongan su vocación pública a expensas de un prestigio y una estabilidad que ya no son tales. Es que creemos en el Estado pero no lo equipamos de herramientas para sofisticar su forma de intervención en la sociedad y la economía. Tampoco quienes piden achicar el gasto público demandan mayor eficiencia o mayor calidad de los bienes públicos que provee. Simplemente reclaman gastar menos. Al final del día, ambos lados de la grieta convirtieron al Estado en un Estado salchicha: no queremos saber de qué está hecho. No nos importa cómo invertir en sistemas de información, cómo poner límites o acelerar el uso de la inteligencia artificial, o cómo innovar en los mecanismos de coordinación federal (casi idénticos por décadas). Y así, el Estado salchicha se erigió en una “política de estado” más allá de la polarización. El problema es que sin Estado eficaz, ni la mejor de las narrativas puede concretarse.
La peor consecuencia de esta disociación entre la narrativa y la realidad es que para quienes se quedaron afuera (y están persistentemente afuera más allá de los vaivenes macroeconómicos), convertimos a una sociedad igualitaria en una sociedad de privilegiados. Estaríamos tapando el cielo con las manos si no nos preguntáramos cómo respondemos a quien hoy argumenta así, en lugar de tacharlo de anti-política.
¿Cómo reinventamos narrativas que nos permitan proyectar una Argentina pujante y que a su vez preserven ese valioso impulso igualitario? ¿Cuál es la narrativa de crecimiento que permitirá aspirar a un nuevo ciclo de movilidad social ascendente? Preocuparnos por redefinir el papel del Estado en nuestro imaginario requiere otro movimiento en simultáneo: repensar el rol del sector privado en una estrategia de desarrollo. Si en Estados Unidos la economista Mariana Mazzucato desafió el imaginario de que Sillicon Valley es solo el resultado de jóvenes emprendedores brillantes en un garaje y rescató el papel crucial que tuvo la inversión pública –junto a la privada- en el desarrollo tecnológico reciente, en Argentina nuevas narrativas deben lograr el efecto contrario: instalar que la inversión privada es necesaria y promover así más sinergias de manera virtuosa con la inversión pública. Necesitamos estrategias de desarrollo que puedan hilar en el mismo imaginario a los unicornios tecnológicos y al CONICET. Los desarrollos durante la pandemia mostraron que la ciencia y la tecnología son quizás el mejor ámbito para empezar a redefinir el rol del Estado en las narrativas de Argentina.
El coronavirus reinstaló en muchas latitudes viejos debates sobre la fisonomía del Estado y sus alcances en una sociedad digital, radicalmente distinta a la que los vio conformarse. En un contexto de crecimiento interrumpido tan prolongado, la tarea en Argentina es inmensa y es urgente. De lo contrario, la narrativa igualitaria se convertirá en relato.
Fuente: el diarioar.com